miércoles, 4 de marzo de 2009

Calle rotulada en honor y memoria de un militar carmonense

Por Valentín Pinaglia Gavira.
Artículo publicado en ESTELA, número extraordinario 2008.

Disfrutando en casa de unos íntimos amigos de una amena conversación, buen yantar y mejor compañía, una atenta y curiosa anfitriona me interpelaba de esta guisa: “¿Oye Valen, a ti que te gusta tanto la historia de Carmona y ya que estamos en esta calle que lleva su nombre, quién fue el general Freire?“ He de admitir, con pesar, que mi respuesta fue muy escueta, pero… “Bueno - acerté a decir - pues fue un destacado general de caballería carmonense en la guerra de la Independencia. Además, ostentó el título de Marqués de San Marcial“. Como aquella frase me supo a muy poco, la emplacé, con sumo gusto, a una nueva ocasión para poder contarle alguna que otra cosa de este insigne militar. Este es el momento.
Desde aquella noche, con la curiosidad a flor de piel y sospechando que se había publicado muy poco de la trayectoria de este paisano nuestro, no hubo vuelta atrás. Era necesario, obligado más bien, hacer un esfuerzo para saldar la deuda con mi amiga María del Carmen e intentar con este artículo que esa sospecha quedara definitivamente disipada. A partir de entonces, con la búsqueda de noticias o algún que otro dato en la biblioteca municipal, en fondos militares, en periódicos y en internet, la intensa vida de Manuel Alberto Freire-Andrade Armijo me fue cautivando y sorprendiendo a la vez. Por este motivo, recordando que en este año se cumple el Bicentenario de la Guerra de la Independencia y, aprovechando además, que desde esta revista se potencia la investigación histórica, me van a permitir, con toda la humildad del mundo, que le tribute un más que merecido homenaje.
Este extraordinario general vio la luz en Carmona un 11 de abril de 1767 (año, por cierto, donde también nacía el héroe de la Guerra de la Independencia: el capitán Luis Daoíz, con ascendencia carmonense gracias a su abuela materna) en el seno de una familia muy vinculada a la Milicia. Su padre, gallego por más señas, ejercía como Subteniente del Regimiento de Caballería de Alcántara. Su madre, Josefa Armijo Bravo, era hija de esta ciudad. Desde muy temprano, seguro que por influencia paterna, cuentan las crónicas que mostró admiración por un mundo donde un caballo y un sable lo eran todo para él. Después, con el tiempo, llegaría su matrimonio con Beatriz Abad Alfaro, hija del coronel Estanislao Abad y Lasierra, de cuyo enlace tenemos noticias de la existencia de dos hijos: Manuel que falleció joven, y José.
Pues bien, fue tal su pasión por el arma de caballería, que consiguió el ingreso como Cadete en el mismo Regimiento de su padre. Contaba, causa perplejidad, con sólo trece años de edad ante tal reto personal. Cuatro más tarde (1784), pasaba a Portaestandarte y el 28 de Mayo de 1786 se le nombraba Alférez, cargo con el que intervino en la guerra contra Francia en 1793. Su bautismo de fuego llegó el 15 de Mayo en la batalla de Mas-Deu, donde poco faltó para perder la vida. En dos años, visto su arrojo y valentía en el frente, fue ascendiendo en el escalafón militar por méritos propios. Primero a Teniente (1793), después a Capitán y más tarde a Capitán de Húsares (1795). Su progresión era ya imparable, sus estudios y su condición, en tiempos de paz, le valió, en 1801, para ser nombrado Comandante de Escuadrón. Tras su campaña en Portugal, con el ataque a la plaza de Arronches (1801), obtuvo la categoría de Comandante Reformado y, poco después (1803), la de Teniente Coronel del Regimiento de Caballería de la Reina. Era, no cabe duda, una carrera meteórica en un joven con poco más de treinta años. Y eso, naturalmente, no pasó desapercibido para nadie. Estando en Mallorca destinado, sus jefes, visto sus conocimientos en su especialidad militar, le piden que regrese de esta ciudad “para que a las órdenes de los Inspectores Generales de Caballería de línea ligera coordine y arregle, según el mando, el sistema de instrucción y gobierno con el que se han de manejar todos los cuerpos de estas armas”. En tales afanes se encontraba al producirse la sublevación popular contra Napoleón, momento propicio para ser ascendido a Coronel el 15 de junio de 1808, estando al mando del Regimiento de Caballería de los Voluntarios de Madrid. Pero poco o nada pudo hacer en defensa de la Corte, frente al todopoderoso ejército del general francés Dupont. Visto lo difícil del momento, con nuestras fuerzas divididas en cuatro cuerpos, su nuevo destino sería Extremadura, donde poco después, se le confiere el mando de vanguardia del Ejército del Centro. Esta nueva situación, dramática diría yo, le cambia por completo su vida ya que había que detener el avance francés como fuere, y acabar de una vez con los excesos de la tropa gabacha, vengativa y malencarada que desgarraba nuestra Piel de Toro sin miramiento alguno. Para tal fin, nuestro general no dudó un instante en poner todo su conocimiento y sus fuerzas al servicio de España, cosa que demostró de inmediato en la preparación de la batalla de Bailén (19.07.1808), donde las fuerzas aliadas al mando del general Castaños consiguió que el ejército invasor mordiera por fin el polvo. Hay que decir, como nota curiosa, que parte de ese contingente español victorioso se estableció semanas antes en la vega de Carmona, quedando el grueso de las tropas en Utrera. Con dos brillantes actuaciones en las batallas de Mora y Consuegra (18 y 22 de febrero de 1809), llegaba su ascenso a Brigadier, participando poco después en los Yébenes, Santa Cruz y Talavera de la Reina (27 y 28 de julio). Su arrojo en ésta última contienda al frente de sus hombres, fue merecedor de su nombramiento como flamante Mariscal de Campo, aunque semanas más tarde, estando al mando de la Caballería del Ejército del Centro, perdiéramos la batalla de Ocaña (19.11.1809). Napoleón con 300.000 hombres, y la plana mayor de su Imperio: Soult, Víctor, Lefébvre, Dupont, mariscales más que laureados en Europa, no dieron tregua en aquellos momentos. Tocaba, por tanto, retirada hacia Andalucía.
En aquellos días donde sólo se pensaba en poner al pueblo en armas, tras tantos años de concesiones y cobardía, nuestro militar fue pieza fundamental en la reforma de las fuerzas de caballería del ejército español para conseguir la victoria final. Su aportación fundamental fue la sustitución del manual de táctica de Ricardos por el sistema de la caballería francesa, del que era un auténtico enamorado. Instrucciones, por cierto, reflejadas en su obra Escuela de Recluta de Caballería, publicada en Murcia en 1813.
A partir de agosto de 1810, con un ambiente desolador en España, ejerció de Comandante General de las Divisiones del Ejército del Centro existentes en el Reino de Murcia. Y desde esa ciudad no paró un minuto en hostigar a las tropas francesas desplegadas en Andalucía. Su victoria en la ciudad de Baza (1811), donde fue vitoreado por el pueblo, hizo que tuviera que marchar velozmente al Reino de Valencia, donde con gran maestría hostigó un día sí y otro también a las fuerzas del general francés Sebastiani. La recompensa a su estrategia fue ser ascendido a Jefe de la Brigada de Carabineros Reales. Pero justo en ese momento se produjo un hecho que resulta extraño en su biografía. El 1 de junio de 1812 solicita “la separación del servicio en que se halla bien sea concediéndole su retiro, o en la forma que V.A. tenga por conveniente”. Dicha petición estuvo motivada, según parece, por problemas de salud que le impedían montar a caballo. Un mes más tarde (30.07.1812) era investido como Comandante en propiedad de la Brigada de Carabineros, y en agosto llegaba a ser Gobernador Interino de Madrid. Aunque parezca paradójico, más bien increíble, todos aquellos males acaecidos y denunciados anteriormente desaparecieron por completo. Es más, participó activamente en las batallas de Tarancón y Guadalajara, impidiendo con sendas victorias que los franceses ocuparan Madrid. En junio de 1813, llegaba a Carmona la feliz noticia de que a nuestro paisano se le nombraba General en Jefe del 4º Ejército, sucediendo en dicho cargo al archiconocido general Castaños. Su primera acción relevante en esta nueva tarea llegó en la importantísima y crucial batalla de San Marcial (31.08.1813), donde aquel glorioso día 15.000 hombres a su mando consiguieron, junto al general Porlier, rechazar a las fuerzas del Mariscal Soult - a las renombradas y temidas como águilas Imperiales - obligando a Napoleón a negociar con Fernando VII un acuerdo de paz. Enterado de la feliz noticia Lord Wellington, Comandante en Jefe de las Fuerzas Aliadas, dictó un bando que ha de ser recordado para siempre en la historia de España: “Guerreros del mundo civilizado: aprended a serlo de los individuos del Cuarto Ejército español. Cada soldado de él se merece con más justo motivo que yo el bastón que empuño…”. Su comportamiento, su valor, fue recompensado de inmediato con el ascenso a Teniente General, con la Cruz de Distinción por la batalla (en letras de oro: “El Rey a los vencedores de San Marcial”) y posteriormente con la Gran Cruz de la Real y Militar Orden de San Fernando. Ese mismo año, penetra en territorio francés ayudando en el sitio de Bayona, teniendo, sería la última, una actuación ejemplar en la batalla de Toulouse meses después. El famoso cronista Ramón de Santillán, persona cercana a él, nos dice que fue “el general que con más crédito había concluido la Guerra de la Independencia”. Mejor frase imposible, ¿verdad?
Gracias a toda su trayectoria militar y con el explícito apoyo de Lord Wellington, el rey Fernando VII tiene a bien elegirle como Ministro de Guerra (4.05.1814), después de superar los recelos que existían sobre su persona por considerarse de ideas liberales. Su cargo, por supuesto, fue más que celebrado en una expectante Carmona. Tras el regreso de Napoleón a Francia, pasa a Segundo General en Jefe del Ejército de Observación de la parte oriental de los Pirineos, aunque poco después, sin gustarle mucho, se le manda con destino a Sevilla, donde toma el mando de los Carabineros Reales. Para todos sus conocidos, destino que era un destierro encubierto de imprevisibles consecuencias para su persona. En 1819, para recalcar lo anterior, se ve obligado a trasladarse a los pueblos vecinos por la epidemia que azotaba la capital andaluza, intentando, de algún modo, calmar los ánimos en una población con muy pocos recursos económicos. De inmediato, y al producirse la sublevación contra el rey en Cabezas de San Juan por el general Riego, su vida se le complica aún más al entregársele el mando de las tropas encargadas de aplastar a los insurrectos por orden del conde de La Bisbal. Salta la sorpresa cuando en una misiva escribe: “me niego en rotundo a participar en dicha represión”. Tal fue el malestar en Madrid por su insolencia, que se le obligó por orden real de fecha 6 de enero de 1820 a actuar sin miramientos en esta revuelta. Ante dicha imposición, a nuestro general no le queda más remedio que preparar e instalar sus fuerzas en febrero de dicho año en el Puerto de Santa María, teniendo bajo sus órdenes a dos generales que jugaron importantes papeles en la política española del siglo XIX: me refiero a José O’Donnell y José Aymerich. Teniendo todo en contra, Freire no dudó un segundo en evitar un baño de sangre con los insurrectos, es más, se trasladó a Cádiz para llegar a una solución pacífica. Pero aquella acción, cargada de buenas intenciones, tuvo unas consecuencias nefastas para su futuro. Después de permitir la celebración de un acto de proclamación de la Constitución, tal como le pidieron algunos oficiales, se reunía el 10 de Marzo de 1820 con tres representantes de los sublevados: Arco, López Baños y Alcalá Galiano. En plenas negociaciones con estos liberales, corrió como la pólvora la funesta noticia de que las tropas realistas habían disparado contra las personas reunidas en una plaza en espera de que llegasen buenas noticias al respecto. Parece, por lo tanto, que no tuvo ninguna responsabilidad en aquella orden. Pero era tarde, sus propios subordinados, con dicha acción, no reconocieron su autoridad militar, obligándole días después a abandonar la ciudad. De Cádiz pasó al Puerto de Santa María, donde el 12 de Marzo tuvo conocimiento de que Fernando VII había aceptado la Constitución. Todo aquello, en cambio, no le hizo desistir en sus ideas, ya que mantuvo públicamente que después de la expulsión de Napoleón y la sublevación de Riego, los cambios políticos habían de llegar. Su final, era lo esperado, queda reseñado un 20 de marzo de 1820 con la carta de destitución de su cargo. Ocho días después se presentaba al general O´Donnell, quién en tono distante le transmite que su próximo destino sería Carmona, a la espera de las posibles consecuencias de su actuación en Cádiz. Fue el momento donde escribe un opúsculo fechado el 4 de abril, titulado: “Manifiesto que da al público el Teniente General Freire para hacer conocer su conducta en los sucesos acaecidos en 1820”. El 14 de mayo, no sin sorpresa, se le ordenó presentarse en Sevilla, de donde fue trasladado a la Cartuja de Jerez en calidad de arrestado. Tras la extinción de dicho convento pasó al Puerto de Santa María (1821), donde gracias a una epidemia, la comisión encargada del juicio le permite trasladarse a una hacienda que poseía en Carmona. En 1822, coincidiendo con la sublevación de los Carabineros en Castro del Río, el alcalde de Carmona le ordena instalarse en una casa de su propiedad. La puntilla a su difícil situación llegaba en 1823, ya que con la entrada en España de los Cien Mil Hijos de San Luis, recibe la orden de trasladarse de inmediato a Tarifa. El general Freire no obedece, se mantiene firme en su posición de continuar en Carmona manifestando con su actitud el malestar ante tamaña tropelía; su negativa a dar marcha atrás ante una monarquía absolutista que asfixiaba cualquier atisbo de cambio. No obstante, y como buen militar, se puso a disposición de la autoridad realista (4.07.1823), al tiempo que solicitaba permiso para continuar en su hacienda de la Nava “hasta que purificada mi conducta del modo que prescriben nuestras leyes militares, se examine si fue conforme a los principios que debieron gobernarme en la crítica situación que me hallé en mi mando de Cádiz”. Esta carta al rey, le posibilita al menos el permanecer en dicha hacienda, aunque es acompañado -más bien vigilado- en todo momento por el Teniente del Regimiento de Infantería del Príncipe, Francisco Boira.
Meses después, concretamente en noviembre de 1823, la Junta Superior de Purificaciones Militares le levanta su arresto y queda destinado en Carmona en situación de cuartel. Parecía, por fin, que llegaba un rayo de esperanza; sólo faltaba que el rey, dado el pasado realista de Freire, ratificara dicha instancia. Pasaron dos años, justamente, cuando Fernando VII tuvo esa posibilidad (28.12.1825). No hubo suerte. Pero el destino, tras los sucesos de La Granja, en que los partidarios de don Carlos pretendieron modificar el orden sucesorio español, hizo que el monarca felón se viese obligado a realizar una amplia remodelación de los principales puestos de poder. Esta vez sí, la figura del general Freire volvía por sus fueros, dado que rápidamente se contó con él para toda esa remodelación. Es más, en 1832 y como cosa inesperada le llegaba el nombramiento de Comandante General de la Guardia Real de Caballería, sustituyendo al Marqués de Zambrano. Para poco después (22.01.1833) confiarle, en comisión, la Capitanía General de Castilla la Nueva. Era increíble, tras las muchas humillaciones sufridas, que desde tales responsabilidades se le encargara depurar dichas tropas de todos los elementos contrarios a las disposiciones del Rey. En tan sólo días, fue investido como Consejero del Supremo Consejo de Guerra (3.04.1834) e, igualmente, Inspector General de Caballería. Era el broche de oro a su extenso currículum profesional. En unos meses, salta a la vista, la excelsa figura de este gran militar carmonense recuperaba el honor perdido, aunque bien es verdad que lo pudo disfrutar de poco tiempo, ya que el 7 de marzo de 1835 moría en Madrid a consecuencia de una pulmonía.
Menos mal, con ello se hacía justicia a toda una vida dedicada a España, que antes de ocurrir el fatal desenlace, la reina Isabel II, por la gracia de Dios, con fecha dieciséis de julio, remitió al Duque Presidente del Consejo Real de España la orden que sigue: “He venido a conceder al Teniente General de mis Reales Ejércitos D. Manuel Freire la merced del Título de Castilla para sí y sus sucesores, bajo la denominación de Marqués de San Marcial “. San Ildefonso, julio de 1834. Una semana después, ante el capellán del real sitio del Pardo, Juan Prieto, nuestro mencionado juraba a las doce y media como prócer del reino en cumplimiento de la real orden. Llegaba al fin el día esperado para él y toda su familia: llegaba, no me cabe duda, la justa recompensa a una persona que empeñó su vida, su hacienda y su sagrado honor por amor a su patria.
Creo sinceramente que nunca un ayuntamiento estuvo más acertado al rotular una calle en Carmona con el nombre de este valeroso, extraordinario y ejemplar personaje, acreedor, como muy pocos, de dicho reconocimiento. Como dijo Emilio Castelar: <>.